La alimentación no es solo una necesidad biológica: es también una expresión cultural. Lo que comemos, cómo lo preparamos y con quién lo compartimos está profundamente influenciado por las tradiciones, los valores sociales y la historia de cada comunidad. Entender esta dimensión cultural de la nutrición permite abordar de forma más efectiva los retos de la salud pública.
Por ejemplo, en algunos países asiáticos, los alimentos fermentados como el kimchi o el miso son habituales y valorados por su aporte probiótico. En cambio, en zonas rurales de América Latina, se priorizan alimentos frescos, de temporada, con alto contenido de fibra, aunque con acceso limitado a proteínas animales. Mientras tanto, en muchos países occidentales la dieta se ha industrializado, predominando los productos ultraprocesados con exceso de azúcares y grasas.
Estas diferencias no son solo anecdóticas. Estudios en antropología alimentaria y salud pública han demostrado que adaptar las guías nutricionales a los patrones culturales mejora su aceptación y efectividad. No se trata de imponer una dieta única, sino de respetar las prácticas alimentarias locales, destacando sus puntos fuertes y corrigiendo los riesgos (como el exceso de sodio o grasas saturadas en algunas cocinas tradicionales).
Además, el acto de comer tiene un fuerte componente social y emocional. En muchas culturas, la comida se vincula con celebraciones, rituales religiosos y momentos familiares. Ignorar ese contexto puede hacer que las recomendaciones nutricionales fracasen, aunque estén bien fundamentadas científicamente.
Un ejemplo de enfoque culturalmente sensible es el modelo de “plato saludable” propuesto por algunas universidades y organismos de salud, que permite adaptar alimentos locales a proporciones saludables: la mitad del plato en vegetales y frutas, un cuarto en cereales integrales y el resto en proteínas, con énfasis en métodos de cocción bajos en grasa.
Incluso en contextos migratorios, mantener ciertos elementos de la dieta cultural puede ser un factor protector frente a enfermedades crónicas. La llamada “transición nutricional”, donde las personas adoptan hábitos del país receptor —a menudo más industrializados— puede aumentar el riesgo de obesidad, diabetes y afecciones cardiovasculares.
En resumen, la nutrición no puede separarse de la cultura. Para promover una alimentación saludable, es fundamental entender qué comemos, por qué lo comemos y cómo eso se relaciona con nuestra identidad.